I
EL SUEÑO DE KRIEMHILDE
Las tradiciones de los antiguos tiempos nos refieren maravillas, nos hablan de héroes dignos de alabanza, de audaces empresas, de fiestas alegres, de lágrimas y gemidos. Ahora de boca de este juglar podrán escuchar la maravillosa historia de aquellos guerreros valerosos.
Vivía en Borgoña (Burgundia) una joven tan bella, que en ningún país podría encontrarse otra que la aventajara en hermosura. Se llamaba Kriemhilde y era una hermosa mujer. Por su causa muchos héroes perdieron la vida.
Muchos valientes guerreros se atrevían a pretenderla, como se debe hacer con una joven digna de amor, nadie la odiaba. Su noble cuerpo era notablemente bello, y sus cualidades habrían sido ornamento de cualquier mujer.
La guardaban tres poderosos reyes, nobles y ricos: Gunther y Gernot, guerreros ilustres, y el joven Geiselher, un guerrero distinguido. La joven era su hermana de estos, y ellos debían cuidarla.
Estos príncipes descendían de noble linaje, eran héroes probados, sumamente fuertes y de una audacia extraordinaria. Además habían realizado prodigios de valor en el reino de Etzel (Atila).
En el tiempo de su poder, habitaban en Worms, sobre el río Rhin: muchos nobles y valientes caballeros les sirvieron con honor hasta su muerte, pero perecieron tristemente a causa de los celos de dos notables mujeres.
Su madre se llamaba Ute, reina poderosa, y el padre Dankrat, que al morir les dejara una cuantiosa herencia, estaba dotado de gran fuerza: él, en su juventud, también había conquistado muchos honores.
Los tres reyes eran valerosos, por lo que tenían a su servicio los mejores guerreros de que se había oído hablar, todos muy vigorosos y sumamente intrépidos en combate.
Se llamaban Hagen de Trondheim y su hermano el muy hábil Dankwart, Ortewein de Metz, los dos margraves Gere y Eckewart y Volker (folker) de Alceya, músico de indomable valor.
Rumold, el intendente de las cocinas, era un guerrero distinguido. Rumold, el guerrero escogido, era copero, Sindold y Humold debían dirigir la corte y las fiestas como vasallos de los tres reyes, los cuales tenían en su servidumbre muchos héroes imposibles de contar.
Dankwart era mariscal, Ortewein de Metz su sobrino, sumiller del rey Sinold guerrero escogido era copero, Hunold camarero: dignos eran todos de servir los más elevados empleos.
La verdad era que nadie podría decir cuan grande era el poder de aquella corte, la extensión de sus fuerzas, su alta dignidad y el valor de aquellos caballeros que sirvieron al rey durante toda su vida.
Krimhild soñó que un halcón salvaje, al que había domesticado durante varios días, era estrangulado por las garras de dos águilas y su sueño le causó un gran pesar.
Cuando contó su sueño a su madre, Ute no pudo dar a su hija una explicación más sencilla que:
Ute: El halcón que domesticabas, es tu amado esposo, que si Dios no te lo conserva habrás de perderlo.
Krimhild: ¿Qué dices de mi esposo, amada madre? Quiero siempre vivir soltera sin el amor de un guerrero, a fin de que jamás pueda sentir la menor pena. Así permaneceré doncella toda mi vida.
Ute: No hagas votos de manera tan anticipada, si en este mundo experimentas alguna vez la felicidad del corazón, esta vendrá a ti por el amor de un hombre. Eres una hermosa mujer, quiera Dios que consigas un buen marido.
Krimhild: Deja de hablar de esa manera, mi querida madre. Muchas mujeres pueden presentar como ejemplo que el amor al final causa sufrimiento. Quiero evitar los dos, para que nunca me pueda suceder una desgracia.
Krimhild vivió feliz engañándose de este modo, sin conocer a nadie a quien quisiera amar, pero después y muy dignamente se hizo esposa de un noble caballero.
Aquel era el halcón que viera en el sueño que le explicara su madre ¡Cuando lo mataron extremó su venganza en sus próximos parientes! Por la muerte de uno solo, perecieron los hijos de muchas mujeres.
II
SIGFRIED
Por aquel tiempo vivía en el Niderland el hijo de un rey poderoso; su padre se llamaba Siegmund, su madre Siegelind y habitaban en una ciudad muy conocida, situada cerca del Rhin: Xanten.
¡No os diré cuán hermoso era aquel héroe! Su cuerpo estaba exento de toda falta y con el tiempo se hizo fuerte e ilustre aquel hombre atrevido. ¡Ah! ¡Cuán grande fue la gloria que conquistó!
Aquel héroe sé llamaba Siegfried, gracias a su indomable valor visitó muchos reinos, luchó contra muchos héroes, por la fuerza de su brazo dominó muchos países. ¡Cuántos héroes encontró entre los Borgoñones!
De los mejores días de su juventud; pueden contarse maravillas que Siegfried realizara; de mucha gloria está circundado su nombre; su presencia era arrogante y muchas mujeres hermosas lo amaban.
Lo educaron con todos los cuidados que merecía pero, por naturaleza, tenía más sobresalientes cualidades; el reino de su padre adquirió fama por él, pues en todas las cosas se mostró perfecto.
Llegó a la edad de presentarse ante la corte, todos deseaban verle; muchas mujeres, hermosas anhelaban que su voluntad se fijara en ellas; todos le querían bien y el joven héroe se daba cuenta de ello.
Muy pocas veces permitían que el joven cabalgara sin acompañamiento; riquísimos vestidos le dio su madre Siegelind; hombres, instruidos que sabían lo que el honor vale, cuidaban de él: de esta manera pudo ganarse a la gente y al país.
Cuando llegó a la plenitud de la edad, y pudo llevar las armas, le dieron todo lo necesario: gustaba de las mujeres que saben amar pero en nada se olvidaba del honor el hermoso Siegfried.
Entonces, su padre Siegmund hizo saber a los hombres que eran amigos suyos, que iba: a dar una gran fiesta; la noticia circuló por las tierras de los demás reyes; daba a cada uno un caballo y un traje.
Donde quiera, que había un joven noble, que por los méritos de sus antepasados pudiera ser caballero, lo invitaban a la fiesta del reino y más tarde todos ellos fueron armados al lado de Siegfried.
Grandes cosas podrían contarse de aquella fiesta maravillosa. Siegmund y Siegelind merecieron gran gloria por su generosidad: sus manos hicieron grandes dádivas; y por esto se vieron en su reino a muchos caballeros extranjeros que los servían con gusto.
Cuatrocientos espadas (caballero) debían recibir la investidura al mismo tiempo que el joven rey; muchas hermosas jóvenes trabajaban con afán, pues querían favorecerlos y engarzaban en, oro gran cantidad de piedras preciosas.
Querían bordar los vestidos de los jóvenes y valerosos héroes y no les faltaba quehacer. El real huésped hizo preparar asientos para gran número de hombres valientes, cuando hacia el solsticio de estío, Sigfrido obtuvo el título de caballero.
Muchos ricos de la clase media y muchos nobles caballeros fueron a la catedral: los prudentes ancianos hacían bien en dirigir a los jóvenes como en otro tiempo lo habían hecho con ellos; allí gozaron de placeres sin número y de no pocas diversiones.
Se cantó una misa en honor de Dios. La gente se agolpaba en numerosos grupos cuando llegó a la hora de armar caballeros, según los antiguos usos de la caballería, a los jóvenes guerreros, y se hizo con tan ostentosos honores como nunca hasta entonces se había visto.
Inmediatamente se dirigieron ellos al lugar en que se hallaban los corceles ensillados. En el patio de Siegmund el torneo era tan animado que las salas y el palacio entero retemblaba. Los guerreros de gran valentía hacían un ruido formidable.
Podían escucharse y distinguirse los golpes de los expertos y de los novicios, y el ruido de las lanzas rotas que se elevaba hasta el cielo; los fragmentos de muchas del ellas despedidos, por las manos de los héroes, volaban hasta el palacio. La lucha era ardiente.
El real huésped les mandó cesar, retiraron los caballos y sobre el campo pudieron verse rotos muchos fuertes escudos; esparcidas sobre el verde césped muchas piedras preciosas, así como también las placas de las bruñidas rodelas. Todo aquello era resultado de los violentos choques.
Los convidados por el rey tomaron asiento en el orden señalado de antemano. Se sirvieron con profusión ricos manjares y vinos exquisitos, con los que dieron al olvido sus fatigas. No fueron pocos los honores que se hicieron lo mismo a los extranjeros que a los hijos del país.
El día entero lo pasaron en alegres goces: allí aparecieron multitud de personas que no estuvieron desocupadas, pues mediante recompensa sirvieron a los ricos señores que se encontraban en la fiesta. El reino entero de Siegmund fue colmado de alabanzas.
El rey dio al joven Siegfried la investidura de las ciudades y de los campos, de la misma manera que él la había recibido. Su mano fue prodiga para 1os demás hermanos de armas, y todos se felicitaron del viaje que habían hecho hasta su reino.
La fiesta se prolongó durante siete días: Siegelind la rica, perpetuando antiguas costumbres, distribuyó oro rojo por amor de su hijo, al que deseaba asegurar el cariño de todos sus súbditos.
En el país no volvieron a encontrarse pobres vagabundos. El rey y la reina esparcieron por doquier vestidos y caballos 1o mismo que si no les quedara más que un día de vida. En ninguna corte se desplegó tanta magnificencia.
Los festejos terminaron con ceremonias dignas de general alabanza. Muchos ricos señores dijeron que hubieran querido tener por jefe al gallardo príncipe, pero Siegfried, el arrogante joven no sentía tales deseos.
Por mucho que vivieron Siegmund y Siegelind, nunca el hijo querido de ambos ambicionó ceñir la corona. Aquel guerrero bravo y atrevido, quería ser sólo el jefe para afrontar todos los peligros que pudieran amenazar al reino de su padre.
Nadie se atrevió a insultarlo nunca y desde que tomó las armas apenas si se permitió reposo aquel ilustre héroe. Los combates eran su alegría y el poder de su brazo le hizo adquirir renombre en los países extranjeros.
EL SUEÑO DE KRIEMHILDE
Las tradiciones de los antiguos tiempos nos refieren maravillas, nos hablan de héroes dignos de alabanza, de audaces empresas, de fiestas alegres, de lágrimas y gemidos. Ahora de boca de este juglar podrán escuchar la maravillosa historia de aquellos guerreros valerosos.
Vivía en Borgoña (Burgundia) una joven tan bella, que en ningún país podría encontrarse otra que la aventajara en hermosura. Se llamaba Kriemhilde y era una hermosa mujer. Por su causa muchos héroes perdieron la vida.
Muchos valientes guerreros se atrevían a pretenderla, como se debe hacer con una joven digna de amor, nadie la odiaba. Su noble cuerpo era notablemente bello, y sus cualidades habrían sido ornamento de cualquier mujer.
La guardaban tres poderosos reyes, nobles y ricos: Gunther y Gernot, guerreros ilustres, y el joven Geiselher, un guerrero distinguido. La joven era su hermana de estos, y ellos debían cuidarla.
Estos príncipes descendían de noble linaje, eran héroes probados, sumamente fuertes y de una audacia extraordinaria. Además habían realizado prodigios de valor en el reino de Etzel (Atila).
En el tiempo de su poder, habitaban en Worms, sobre el río Rhin: muchos nobles y valientes caballeros les sirvieron con honor hasta su muerte, pero perecieron tristemente a causa de los celos de dos notables mujeres.
Su madre se llamaba Ute, reina poderosa, y el padre Dankrat, que al morir les dejara una cuantiosa herencia, estaba dotado de gran fuerza: él, en su juventud, también había conquistado muchos honores.
Los tres reyes eran valerosos, por lo que tenían a su servicio los mejores guerreros de que se había oído hablar, todos muy vigorosos y sumamente intrépidos en combate.
Se llamaban Hagen de Trondheim y su hermano el muy hábil Dankwart, Ortewein de Metz, los dos margraves Gere y Eckewart y Volker (folker) de Alceya, músico de indomable valor.
Rumold, el intendente de las cocinas, era un guerrero distinguido. Rumold, el guerrero escogido, era copero, Sindold y Humold debían dirigir la corte y las fiestas como vasallos de los tres reyes, los cuales tenían en su servidumbre muchos héroes imposibles de contar.
Dankwart era mariscal, Ortewein de Metz su sobrino, sumiller del rey Sinold guerrero escogido era copero, Hunold camarero: dignos eran todos de servir los más elevados empleos.
La verdad era que nadie podría decir cuan grande era el poder de aquella corte, la extensión de sus fuerzas, su alta dignidad y el valor de aquellos caballeros que sirvieron al rey durante toda su vida.
Krimhild soñó que un halcón salvaje, al que había domesticado durante varios días, era estrangulado por las garras de dos águilas y su sueño le causó un gran pesar.
Cuando contó su sueño a su madre, Ute no pudo dar a su hija una explicación más sencilla que:
Ute: El halcón que domesticabas, es tu amado esposo, que si Dios no te lo conserva habrás de perderlo.
Krimhild: ¿Qué dices de mi esposo, amada madre? Quiero siempre vivir soltera sin el amor de un guerrero, a fin de que jamás pueda sentir la menor pena. Así permaneceré doncella toda mi vida.
Ute: No hagas votos de manera tan anticipada, si en este mundo experimentas alguna vez la felicidad del corazón, esta vendrá a ti por el amor de un hombre. Eres una hermosa mujer, quiera Dios que consigas un buen marido.
Krimhild: Deja de hablar de esa manera, mi querida madre. Muchas mujeres pueden presentar como ejemplo que el amor al final causa sufrimiento. Quiero evitar los dos, para que nunca me pueda suceder una desgracia.
Krimhild vivió feliz engañándose de este modo, sin conocer a nadie a quien quisiera amar, pero después y muy dignamente se hizo esposa de un noble caballero.
Aquel era el halcón que viera en el sueño que le explicara su madre ¡Cuando lo mataron extremó su venganza en sus próximos parientes! Por la muerte de uno solo, perecieron los hijos de muchas mujeres.
II
SIGFRIED
Por aquel tiempo vivía en el Niderland el hijo de un rey poderoso; su padre se llamaba Siegmund, su madre Siegelind y habitaban en una ciudad muy conocida, situada cerca del Rhin: Xanten.
¡No os diré cuán hermoso era aquel héroe! Su cuerpo estaba exento de toda falta y con el tiempo se hizo fuerte e ilustre aquel hombre atrevido. ¡Ah! ¡Cuán grande fue la gloria que conquistó!
Aquel héroe sé llamaba Siegfried, gracias a su indomable valor visitó muchos reinos, luchó contra muchos héroes, por la fuerza de su brazo dominó muchos países. ¡Cuántos héroes encontró entre los Borgoñones!
De los mejores días de su juventud; pueden contarse maravillas que Siegfried realizara; de mucha gloria está circundado su nombre; su presencia era arrogante y muchas mujeres hermosas lo amaban.
Lo educaron con todos los cuidados que merecía pero, por naturaleza, tenía más sobresalientes cualidades; el reino de su padre adquirió fama por él, pues en todas las cosas se mostró perfecto.
Llegó a la edad de presentarse ante la corte, todos deseaban verle; muchas mujeres, hermosas anhelaban que su voluntad se fijara en ellas; todos le querían bien y el joven héroe se daba cuenta de ello.
Muy pocas veces permitían que el joven cabalgara sin acompañamiento; riquísimos vestidos le dio su madre Siegelind; hombres, instruidos que sabían lo que el honor vale, cuidaban de él: de esta manera pudo ganarse a la gente y al país.
Cuando llegó a la plenitud de la edad, y pudo llevar las armas, le dieron todo lo necesario: gustaba de las mujeres que saben amar pero en nada se olvidaba del honor el hermoso Siegfried.
Entonces, su padre Siegmund hizo saber a los hombres que eran amigos suyos, que iba: a dar una gran fiesta; la noticia circuló por las tierras de los demás reyes; daba a cada uno un caballo y un traje.
Donde quiera, que había un joven noble, que por los méritos de sus antepasados pudiera ser caballero, lo invitaban a la fiesta del reino y más tarde todos ellos fueron armados al lado de Siegfried.
Grandes cosas podrían contarse de aquella fiesta maravillosa. Siegmund y Siegelind merecieron gran gloria por su generosidad: sus manos hicieron grandes dádivas; y por esto se vieron en su reino a muchos caballeros extranjeros que los servían con gusto.
Cuatrocientos espadas (caballero) debían recibir la investidura al mismo tiempo que el joven rey; muchas hermosas jóvenes trabajaban con afán, pues querían favorecerlos y engarzaban en, oro gran cantidad de piedras preciosas.
Querían bordar los vestidos de los jóvenes y valerosos héroes y no les faltaba quehacer. El real huésped hizo preparar asientos para gran número de hombres valientes, cuando hacia el solsticio de estío, Sigfrido obtuvo el título de caballero.
Muchos ricos de la clase media y muchos nobles caballeros fueron a la catedral: los prudentes ancianos hacían bien en dirigir a los jóvenes como en otro tiempo lo habían hecho con ellos; allí gozaron de placeres sin número y de no pocas diversiones.
Se cantó una misa en honor de Dios. La gente se agolpaba en numerosos grupos cuando llegó a la hora de armar caballeros, según los antiguos usos de la caballería, a los jóvenes guerreros, y se hizo con tan ostentosos honores como nunca hasta entonces se había visto.
Inmediatamente se dirigieron ellos al lugar en que se hallaban los corceles ensillados. En el patio de Siegmund el torneo era tan animado que las salas y el palacio entero retemblaba. Los guerreros de gran valentía hacían un ruido formidable.
Podían escucharse y distinguirse los golpes de los expertos y de los novicios, y el ruido de las lanzas rotas que se elevaba hasta el cielo; los fragmentos de muchas del ellas despedidos, por las manos de los héroes, volaban hasta el palacio. La lucha era ardiente.
El real huésped les mandó cesar, retiraron los caballos y sobre el campo pudieron verse rotos muchos fuertes escudos; esparcidas sobre el verde césped muchas piedras preciosas, así como también las placas de las bruñidas rodelas. Todo aquello era resultado de los violentos choques.
Los convidados por el rey tomaron asiento en el orden señalado de antemano. Se sirvieron con profusión ricos manjares y vinos exquisitos, con los que dieron al olvido sus fatigas. No fueron pocos los honores que se hicieron lo mismo a los extranjeros que a los hijos del país.
El día entero lo pasaron en alegres goces: allí aparecieron multitud de personas que no estuvieron desocupadas, pues mediante recompensa sirvieron a los ricos señores que se encontraban en la fiesta. El reino entero de Siegmund fue colmado de alabanzas.
El rey dio al joven Siegfried la investidura de las ciudades y de los campos, de la misma manera que él la había recibido. Su mano fue prodiga para 1os demás hermanos de armas, y todos se felicitaron del viaje que habían hecho hasta su reino.
La fiesta se prolongó durante siete días: Siegelind la rica, perpetuando antiguas costumbres, distribuyó oro rojo por amor de su hijo, al que deseaba asegurar el cariño de todos sus súbditos.
En el país no volvieron a encontrarse pobres vagabundos. El rey y la reina esparcieron por doquier vestidos y caballos 1o mismo que si no les quedara más que un día de vida. En ninguna corte se desplegó tanta magnificencia.
Los festejos terminaron con ceremonias dignas de general alabanza. Muchos ricos señores dijeron que hubieran querido tener por jefe al gallardo príncipe, pero Siegfried, el arrogante joven no sentía tales deseos.
Por mucho que vivieron Siegmund y Siegelind, nunca el hijo querido de ambos ambicionó ceñir la corona. Aquel guerrero bravo y atrevido, quería ser sólo el jefe para afrontar todos los peligros que pudieran amenazar al reino de su padre.
Nadie se atrevió a insultarlo nunca y desde que tomó las armas apenas si se permitió reposo aquel ilustre héroe. Los combates eran su alegría y el poder de su brazo le hizo adquirir renombre en los países extranjeros.
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