ILÍADA
CANTO I
CANTO I
(fragmento)
¡Canta, oh diosa, la funesta cólera de Aquiles, hijo de Peleo, que causó infinitos males a los aqueos y precipitó al Hades muchas almas valerosas de héroes, cuyos cuerpos fueron presa de perros y de todas las aves de rapiña —se cumplía la voluntad de Zeus—desde el día en que se enemistaron temibles, separándose después el hijo de Atreo , rey de hombres, y el divino Aquiles.
¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que combatieran? El hijo de Zeus y de Leto . Airado contra el rey, suscitó en el ejército maligna peste y los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises . Este, deseando redimir a su hija, se había presentado ante las naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas , caudillos de pueblos, así les suplicaba:
—¡Hijos de Atreo y demás aqueos de hermosas grebas ! Quieran los dioses que habitan las moradas del Olimpo, concederos arrasar la ciudad de Príamo y regresar salvos a vuestras casas. Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, al flechador Apolo.
Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate. Esto no complació el ánimo de Agamenón, quien lo corrió sin la menor consideración ordenándole:
—¡No vuelva ya a encontrarte, anciano, cerca de las naves, ahora ni nunca, ya porque demores tu partida, ya porque vuelvas luego; pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. A aquélla no la soltaré; antes ha de envejecer en mi palacio de Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y compartiendo mi lecho. Pero vete; no me irrites, si deseas irte sano y salvo.
Ante tales amenazas se atemorizó él, que era anciano y obedeció el mandato. Sin desplegar los labios, fue por la orilla del estruendoso mar, y en tanto se alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, hijo de Leto, la de hermosa cabellera:
—¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila, e imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esmintio! Si alguna vez adorné tu gracioso templo o quemé en tu honor grasosos muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!
Apolo escuchó su plegaria, e irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Se sentó lejos de las naves, tiró una flecha, y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros; pero después dirigió sus mortíferas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.
¿Cuál de los dioses promovió entre ellos la contienda para que combatieran? El hijo de Zeus y de Leto . Airado contra el rey, suscitó en el ejército maligna peste y los hombres perecían por el ultraje que el Atrida infiriera al sacerdote Crises . Este, deseando redimir a su hija, se había presentado ante las naves aqueas con un inmenso rescate y las ínfulas del flechador Apolo que pendían de áureo cetro, en la mano; y a todos los aqueos, y particularmente a los dos Atridas , caudillos de pueblos, así les suplicaba:
—¡Hijos de Atreo y demás aqueos de hermosas grebas ! Quieran los dioses que habitan las moradas del Olimpo, concederos arrasar la ciudad de Príamo y regresar salvos a vuestras casas. Poned en libertad a mi hija y recibid el rescate, venerando al hijo de Zeus, al flechador Apolo.
Todos los aqueos aprobaron a voces que se respetase al sacerdote y se admitiera el espléndido rescate. Esto no complació el ánimo de Agamenón, quien lo corrió sin la menor consideración ordenándole:
—¡No vuelva ya a encontrarte, anciano, cerca de las naves, ahora ni nunca, ya porque demores tu partida, ya porque vuelvas luego; pues quizás no te valgan el cetro y las ínfulas del dios. A aquélla no la soltaré; antes ha de envejecer en mi palacio de Argos, lejos de su patria, trabajando en el telar y compartiendo mi lecho. Pero vete; no me irrites, si deseas irte sano y salvo.
Ante tales amenazas se atemorizó él, que era anciano y obedeció el mandato. Sin desplegar los labios, fue por la orilla del estruendoso mar, y en tanto se alejaba, dirigía muchos ruegos al soberano Apolo, hijo de Leto, la de hermosa cabellera:
—¡Óyeme, tú que llevas arco de plata, proteges a Crisa y a la divina Cila, e imperas en Ténedos poderosamente! ¡Oh Esmintio! Si alguna vez adorné tu gracioso templo o quemé en tu honor grasosos muslos de toros o de cabras, cúmpleme este voto: ¡Paguen los dánaos mis lágrimas con tus flechas!
Apolo escuchó su plegaria, e irritado en su corazón, descendió de las cumbres del Olimpo con el arco y el cerrado carcaj en los hombros; las saetas resonaron sobre la espalda del enojado dios, cuando comenzó a moverse. Iba parecido a la noche. Se sentó lejos de las naves, tiró una flecha, y el arco de plata dio un terrible chasquido. Al principio el dios disparaba contra los mulos y los ágiles perros; pero después dirigió sus mortíferas saetas a los hombres, y continuamente ardían muchas piras de cadáveres.
ILÍADA
CANTO XVI
CANTO XVI
(fragmento)
(Aquiles a Patroclo): cubre tus hombros con mi magnífica armadura, ponte al frente de los mirmidones, y llévalos a la pelea; pues negra nube de teucros cerca ya las naves con gran ímpetu y los argivos, acorralados en la orilla del mar, sólo disponen de un corto espacio. Sobre ellos cargan confiadamente todos los de Troya, porque no ven mi reluciente casco. Pronto huirían llenando de muertos los fosos si el rey Agamenón fuera justo conmigo; mientras que ahora combaten alrededor de nuestro ejército. Ya la mano de Diomedes Tidida no blande furiosamente la lanza para librar a los dánaos de la muerte, ni he oído un solo grito que viniera de la odiosa cabeza del Atrida; sólo resuena la voz de Héctor, matador de hombres, animando a los teucros, que con vocerío ocupan toda la llanura y vencen en la batalla a los aqueos. Pero tú, Patroclo, échate impetuosamente sobre ellos y aparta de las naves esa peste; no sea que, pegando ardiente fuego a los bajeles, nos priven de la deseada vuelta. Haz cuanto te voy a decir, para que me proporciones mucha honra y gloria ante todos los dánaos, y éstos me devuelvan la hermosa joven y me hagan además espléndidos regalos. Tan luego como los alejes de los barcos vuelve atrás; y aunque el tonante esposo de Hera te dé gloria...
(…)
¿Cuál fue el primero y cuál el último que mataste, oh Patroclo, cuando los dioses te llamaron a la muerte?
Fueron primeramente Adrasto, Antónoo, Equeclo, Périmo Mégada, Epístor y Melanipo; y después Elaso, Mulio y Pilartes. Mató a éstos, y los demás se dieron a la fuga.
Entonces los aqueos habrían tomado a Troya, la de altas puertas, por las manos de Patroclo, que manejaba con gran furia la lanza, si Febo Apolo no se hubiese colocado en la bien construida torre para dañar a aquél y ayudar a los teucros. Tres veces se encaminó Patroclo a un ángulo de la elevada muralla, tres veces le rechazó Apolo, agitando con sus manos inmortales el refulgente escudo. Y cuando, semejante a un dios, atacaba por cuarta vez, le increpó la deidad con aterradoras voces:
—¡Retírate, Patroclo! El hado no ha dispuesto que la ciudad de los altivos troyanos sea destruida por tu lanza, ni por Aquiles, que tanto te aventaja.
Así dijo, y Patroclo retrocedió un gran trecho, para no atraerse la cólera del flechador Apolo.
Héctor se hallaba con el carro y los corceles en las puertas Esceas, y estaba indeciso entre guiarlos de nuevo hacia la turba y volver a combatir, o mandar a voces que las tropas se refugiasen en el muro. Mientras reflexionaba sobre esto, se presentó ante él Febo Apolo que tomó la figura del valiente Asio, el cual era tío materno de Héctor, domador de caballos, hermano carnal de Hécuba e hijo de Dimante, y habitaba en la Frigia junto a la corriente del Sangario. Así transfigurado, exclamó Apolo hijo de Zeus:
—¡Héctor! ¿Por qué te abstienes de combatir? No debes hacerlo. Ojalá te superara tanto en bravura, cuanto te soy inferior: entonces te sería funesto el retirarte de la batalla. Guía los corceles de duros cascos hacia Patroclo, por si puedes matarlo y Apolo te da gloria.
El dios, cuando dijo esto, volvió a la batalla. El esclarecido Héctor mandó a Cebriones que picara a los corceles y los dirigiese a la pelea; y Apolo, entrándose por la turba, suscitó entre los dánaos funesto tumulto y dio gloria a Héctor y a los teucros. Héctor dejó entonces a los demás dánaos, sin que intentara matarlos, y enderezó a Patroclo los caballos de duros cascos. Patroclo, a su vez, saltó del carro a tierra con la lanza en la izquierda; cogió con la diestra una piedra blanca y erizada de puntas que le llenaba la mano; y estribando en el suelo, la arrojó hiriendo en seguida a un combatiente, pues el tiro no resultó vano: dio la pedrada en la frente de Cebriones, auriga de Héctor, que era hijo bastardo del ilustre Príamo y entonces gobernaba las riendas de los caballos. La piedra se llevó ambas cejas; el hueso tampoco resistió; los ojos cayeron en el polvo a los pies de Cebriones, y éste cayó del asiento bien construido, porque la vida huyó de sus miembros. Y burlándote de él, oh caballero Patroclo, exclamaste:
—¡Oh dioses! ¡Muy ágil es el teucro! ¡Cuán fácilmente salta al abismo! Si se hallara en el ponto, en peces abundante, ese hombre saltaría de la nave aunque el mar estuviera tempestuoso y podría saciar a muchas personas con las ostras que pescara. ¡Con tanta facilidad ha dado la voltereta del carro a la llanura! Es indudable que también los troyanos tienen buzos.
Dijo, y corrió hacia el héroe con la impetuosidad de un león que devasta los establos hasta que es herido en el pecho y su mismo valor le mata; de la misma manera, oh Patroclo, te arrojaste enardecido sobre Cebriones. Héctor, por su parte, saltó del carro al suelo sin dejar las armas. Y entrambos luchaban en torno de Cebriones como dos hambrientos leones que en el monte pelean furiosos por el cadáver de una cierva; así los dos aguerridos campeones Patroclo Menetíada y el glorioso Héctor, deseaban herirse el uno al otro con el cruel bronce. Héctor había cogido al muerto por la cabeza y no lo soltaba; Patroclo lo asía de un pie, y los demás teucros y dánaos sostenían encarnizado combate.
Como el Euro y el Noto contienden en la espesura de un monte, agitando la poblada selva, y las largas ramas de los fresnos, encinas y cortezudos cornejos chocan entre sí con inmenso estrépito, y se oyen los crujidos de las que se rompen; de semejante modo teucros y aqueos se mataban, sin acordarse de la perniciosa fuga. Alrededor de Cebriones se clavaron en tierra muchas agudas lanzas y aladas flechas que saltaban de los arcos; buen número de grandes piedras herían los escudos de los combatientes; y el héroe yacía en el suelo, sobre un gran espacio, envuelto en un torbellino de polvo y olvidado del arte de guiar los carros.
Hasta que el sol hubo recorrido la mitad del cielo, los tiros alcanzaban por igual a unos y a otros y los hombres caían. Cuando aquél se encaminó al ocaso, los aqueos eran vencedores, contra lo dispuesto por el destino; y habiendo arrastrado el cadáver del héroe Cebriones fuera del alcance de los dardos y del tumulto de los teucros, le quitaron la armadura de los hombros.
Patroclo acometió furioso a los teucros: tres veces los atacó cual otro Ares, dando horribles voces; tres veces mató nueve hombres. Y cuando, semejante a un dios, arremetiste, oh Patroclo, por cuarta vez, se vio claramente que ya llegabas al término de tu vida, pues el terrible Febo Apolo salió a tu encuentro en el duro combate. Mas Patroclo no vio al dios, el cual, cubierto por densa nube, atravesó la turba, se le puso detrás, y alargando la mano, le dio un golpe en la espalda y en los anchos hombros. Al punto los ojos del héroe sufrieron vértigos. Febo Apolo le quitó de la cabeza el casco con agujeros a guisa de ojos, que rodó con estrépito hasta los pies de los caballos; y el penacho se manchó de sangre y polvo. Jamás aquel casco, adornado con crines de caballo, se había manchado cayendo en el polvo, pues protegía la cabeza y hermosa frente del divino Aquiles. Entonces Zeus permitió también que lo llevara Héctor, porque ya la muerte se iba acercando a este caudillo. A Patroclo se le rompió en la mano la lanza, grande, fuerte, armada de bronce; el ancho escudo y su correa cayeron al suelo, y Apolo desató la coraza que aquél llevaba. El estupor se apoderó del espíritu del héroe, y sus hermosos miembros perdieron la fuerza. Patroclo se detuvo atónito, y entonces le clavó la aguda lanza en la espalda entre los hombros el dárdano Euforbo Pantoida; el cual aventajaba a todos los de su edad en el manejo de la pica, en el arte de guiar un carro y en la veloz carrera, y la primera vez que se presentó con su carro para aprender a combatir, derribó a veinte guerreros de sus carros respectivos. Este fue, oh caballero Patroclo, el primero que contra ti despidió su lanza, pero aún no te hizo sucumbir. Euforbo arrancó la lanza de fresno; y retrocediendo, se mezcló con la turba, sin esperar a Patroclo, aunque le viera desarmado; mientras éste, vencido por el golpe del dios y la lanzada, retrocedía al grupo de sus compañeros para evitar la muerte.
Cuando Héctor advirtió que el magnánimo Patroclo se alejaba y que lo habían herido con el agudo bronce, fue en su seguimiento por entre las filas, y le clavó la lanza en la parte inferior del vientre, que el hierro pasó de parte a parte; y el héroe cayó con estrépito, causando gran aflicción al ejército aqueo. Como el león acosa en la lucha al indómito jabalí cuando ambos pelean arrogantes en la cima de un monte por un escaso manantial donde quieren beber, y el león vence con su fuerza al jabalí, que respira anhelante; así Héctor Priámida privó de la vida, hiriéndole con la lanza, al esforzado hijo de Menetio, que a tantos había dado muerte: Y blasonando del triunfo, profirió estas aladas palabras:
—¡Patroclo! Sin duda esperabas destruir nuestra ciudad, hacer cautivas a las mujeres troyanas y llevártelas en las naves a tu patria. ¡Insensato! Los veloces caballos de Héctor vuelan al combate para defenderlas; y yo, que en manejar la pica sobresalgo entre los belicosos teucros, aparto de los míos el día de la servidumbre; mientras que a ti te comerán los buitres. ¡Ah infeliz! Ni Aquiles, con ser valiente, te ha socorrido. Cuando saliste de los barcos, donde él se ha quedado, debió de hacerte muchas recomendaciones, y hablarte de este modo:
No vuelvas a las naves, caballero Patroclo, antes de haber roto la coraza que envuelve el pecho de Héctor, teñida en sangre. Así te dijo, sin duda; y tú, oh necio, te dejaste persuadir.
Con lánguida voz le respondiste, caballero Patroclo:
— ¡Héctor! Jáctate ahora con altaneras palabras, ya que te han dado la victoria Jove Cronión y Apolo; los cuales me vencieron fácilmente, quitándome la armadura de los hombros. Si veinte guerreros como tú me hubiesen hecho frente, todos habrían muerto vencidos por mi lanza. Matóme el hado funesto valiéndose de Leto y de Euforbo entre los hombres; y tú llegas el tercero, para despojarme de las armas. Otra cosa voy a decirte, que fijarás en la memoria. Tampoco tú has de vivir largo tiempo, pues la muerte y el hado cruel se te acercan, y sucumbirás a manos del eximio Aquileo, descendiente de Eaco.
Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven.
(…)
¿Cuál fue el primero y cuál el último que mataste, oh Patroclo, cuando los dioses te llamaron a la muerte?
Fueron primeramente Adrasto, Antónoo, Equeclo, Périmo Mégada, Epístor y Melanipo; y después Elaso, Mulio y Pilartes. Mató a éstos, y los demás se dieron a la fuga.
Entonces los aqueos habrían tomado a Troya, la de altas puertas, por las manos de Patroclo, que manejaba con gran furia la lanza, si Febo Apolo no se hubiese colocado en la bien construida torre para dañar a aquél y ayudar a los teucros. Tres veces se encaminó Patroclo a un ángulo de la elevada muralla, tres veces le rechazó Apolo, agitando con sus manos inmortales el refulgente escudo. Y cuando, semejante a un dios, atacaba por cuarta vez, le increpó la deidad con aterradoras voces:
—¡Retírate, Patroclo! El hado no ha dispuesto que la ciudad de los altivos troyanos sea destruida por tu lanza, ni por Aquiles, que tanto te aventaja.
Así dijo, y Patroclo retrocedió un gran trecho, para no atraerse la cólera del flechador Apolo.
Héctor se hallaba con el carro y los corceles en las puertas Esceas, y estaba indeciso entre guiarlos de nuevo hacia la turba y volver a combatir, o mandar a voces que las tropas se refugiasen en el muro. Mientras reflexionaba sobre esto, se presentó ante él Febo Apolo que tomó la figura del valiente Asio, el cual era tío materno de Héctor, domador de caballos, hermano carnal de Hécuba e hijo de Dimante, y habitaba en la Frigia junto a la corriente del Sangario. Así transfigurado, exclamó Apolo hijo de Zeus:
—¡Héctor! ¿Por qué te abstienes de combatir? No debes hacerlo. Ojalá te superara tanto en bravura, cuanto te soy inferior: entonces te sería funesto el retirarte de la batalla. Guía los corceles de duros cascos hacia Patroclo, por si puedes matarlo y Apolo te da gloria.
El dios, cuando dijo esto, volvió a la batalla. El esclarecido Héctor mandó a Cebriones que picara a los corceles y los dirigiese a la pelea; y Apolo, entrándose por la turba, suscitó entre los dánaos funesto tumulto y dio gloria a Héctor y a los teucros. Héctor dejó entonces a los demás dánaos, sin que intentara matarlos, y enderezó a Patroclo los caballos de duros cascos. Patroclo, a su vez, saltó del carro a tierra con la lanza en la izquierda; cogió con la diestra una piedra blanca y erizada de puntas que le llenaba la mano; y estribando en el suelo, la arrojó hiriendo en seguida a un combatiente, pues el tiro no resultó vano: dio la pedrada en la frente de Cebriones, auriga de Héctor, que era hijo bastardo del ilustre Príamo y entonces gobernaba las riendas de los caballos. La piedra se llevó ambas cejas; el hueso tampoco resistió; los ojos cayeron en el polvo a los pies de Cebriones, y éste cayó del asiento bien construido, porque la vida huyó de sus miembros. Y burlándote de él, oh caballero Patroclo, exclamaste:
—¡Oh dioses! ¡Muy ágil es el teucro! ¡Cuán fácilmente salta al abismo! Si se hallara en el ponto, en peces abundante, ese hombre saltaría de la nave aunque el mar estuviera tempestuoso y podría saciar a muchas personas con las ostras que pescara. ¡Con tanta facilidad ha dado la voltereta del carro a la llanura! Es indudable que también los troyanos tienen buzos.
Dijo, y corrió hacia el héroe con la impetuosidad de un león que devasta los establos hasta que es herido en el pecho y su mismo valor le mata; de la misma manera, oh Patroclo, te arrojaste enardecido sobre Cebriones. Héctor, por su parte, saltó del carro al suelo sin dejar las armas. Y entrambos luchaban en torno de Cebriones como dos hambrientos leones que en el monte pelean furiosos por el cadáver de una cierva; así los dos aguerridos campeones Patroclo Menetíada y el glorioso Héctor, deseaban herirse el uno al otro con el cruel bronce. Héctor había cogido al muerto por la cabeza y no lo soltaba; Patroclo lo asía de un pie, y los demás teucros y dánaos sostenían encarnizado combate.
Como el Euro y el Noto contienden en la espesura de un monte, agitando la poblada selva, y las largas ramas de los fresnos, encinas y cortezudos cornejos chocan entre sí con inmenso estrépito, y se oyen los crujidos de las que se rompen; de semejante modo teucros y aqueos se mataban, sin acordarse de la perniciosa fuga. Alrededor de Cebriones se clavaron en tierra muchas agudas lanzas y aladas flechas que saltaban de los arcos; buen número de grandes piedras herían los escudos de los combatientes; y el héroe yacía en el suelo, sobre un gran espacio, envuelto en un torbellino de polvo y olvidado del arte de guiar los carros.
Hasta que el sol hubo recorrido la mitad del cielo, los tiros alcanzaban por igual a unos y a otros y los hombres caían. Cuando aquél se encaminó al ocaso, los aqueos eran vencedores, contra lo dispuesto por el destino; y habiendo arrastrado el cadáver del héroe Cebriones fuera del alcance de los dardos y del tumulto de los teucros, le quitaron la armadura de los hombros.
Patroclo acometió furioso a los teucros: tres veces los atacó cual otro Ares, dando horribles voces; tres veces mató nueve hombres. Y cuando, semejante a un dios, arremetiste, oh Patroclo, por cuarta vez, se vio claramente que ya llegabas al término de tu vida, pues el terrible Febo Apolo salió a tu encuentro en el duro combate. Mas Patroclo no vio al dios, el cual, cubierto por densa nube, atravesó la turba, se le puso detrás, y alargando la mano, le dio un golpe en la espalda y en los anchos hombros. Al punto los ojos del héroe sufrieron vértigos. Febo Apolo le quitó de la cabeza el casco con agujeros a guisa de ojos, que rodó con estrépito hasta los pies de los caballos; y el penacho se manchó de sangre y polvo. Jamás aquel casco, adornado con crines de caballo, se había manchado cayendo en el polvo, pues protegía la cabeza y hermosa frente del divino Aquiles. Entonces Zeus permitió también que lo llevara Héctor, porque ya la muerte se iba acercando a este caudillo. A Patroclo se le rompió en la mano la lanza, grande, fuerte, armada de bronce; el ancho escudo y su correa cayeron al suelo, y Apolo desató la coraza que aquél llevaba. El estupor se apoderó del espíritu del héroe, y sus hermosos miembros perdieron la fuerza. Patroclo se detuvo atónito, y entonces le clavó la aguda lanza en la espalda entre los hombros el dárdano Euforbo Pantoida; el cual aventajaba a todos los de su edad en el manejo de la pica, en el arte de guiar un carro y en la veloz carrera, y la primera vez que se presentó con su carro para aprender a combatir, derribó a veinte guerreros de sus carros respectivos. Este fue, oh caballero Patroclo, el primero que contra ti despidió su lanza, pero aún no te hizo sucumbir. Euforbo arrancó la lanza de fresno; y retrocediendo, se mezcló con la turba, sin esperar a Patroclo, aunque le viera desarmado; mientras éste, vencido por el golpe del dios y la lanzada, retrocedía al grupo de sus compañeros para evitar la muerte.
Cuando Héctor advirtió que el magnánimo Patroclo se alejaba y que lo habían herido con el agudo bronce, fue en su seguimiento por entre las filas, y le clavó la lanza en la parte inferior del vientre, que el hierro pasó de parte a parte; y el héroe cayó con estrépito, causando gran aflicción al ejército aqueo. Como el león acosa en la lucha al indómito jabalí cuando ambos pelean arrogantes en la cima de un monte por un escaso manantial donde quieren beber, y el león vence con su fuerza al jabalí, que respira anhelante; así Héctor Priámida privó de la vida, hiriéndole con la lanza, al esforzado hijo de Menetio, que a tantos había dado muerte: Y blasonando del triunfo, profirió estas aladas palabras:
—¡Patroclo! Sin duda esperabas destruir nuestra ciudad, hacer cautivas a las mujeres troyanas y llevártelas en las naves a tu patria. ¡Insensato! Los veloces caballos de Héctor vuelan al combate para defenderlas; y yo, que en manejar la pica sobresalgo entre los belicosos teucros, aparto de los míos el día de la servidumbre; mientras que a ti te comerán los buitres. ¡Ah infeliz! Ni Aquiles, con ser valiente, te ha socorrido. Cuando saliste de los barcos, donde él se ha quedado, debió de hacerte muchas recomendaciones, y hablarte de este modo:
No vuelvas a las naves, caballero Patroclo, antes de haber roto la coraza que envuelve el pecho de Héctor, teñida en sangre. Así te dijo, sin duda; y tú, oh necio, te dejaste persuadir.
Con lánguida voz le respondiste, caballero Patroclo:
— ¡Héctor! Jáctate ahora con altaneras palabras, ya que te han dado la victoria Jove Cronión y Apolo; los cuales me vencieron fácilmente, quitándome la armadura de los hombros. Si veinte guerreros como tú me hubiesen hecho frente, todos habrían muerto vencidos por mi lanza. Matóme el hado funesto valiéndose de Leto y de Euforbo entre los hombres; y tú llegas el tercero, para despojarme de las armas. Otra cosa voy a decirte, que fijarás en la memoria. Tampoco tú has de vivir largo tiempo, pues la muerte y el hado cruel se te acercan, y sucumbirás a manos del eximio Aquileo, descendiente de Eaco.
Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven.
ILÍADA
CANTO XXII
(fragmento)
CANTO XXII
(fragmento)
Héctor, confiado en su valor, perdió las tropas y se dijo: así hablarán y sería preferible volver al reino después de matar a Aquiles, o morir gloriosamente. ¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyando la pica contra el muro, saliera al encuentro de Aquileo, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a Ilión en las naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene; y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formarían dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad?... Pero ¿por qué mi corazón me hace pensar en tales cosas? No, no iré a suplicarle; sin tenerme compasión ni respeto, me mataría inerme, como a una mujer, tan pronto como dejara las armas. Es imposible conversar con él desde lo alto de una encina o de una roca, como un mancebo y una doncella: sí, como un mancebo y una doncella suelen conversar. Mejor será empezar el combate, para que veamos pronto a quién los dioses del Olimpo conceden la victoria.
Tales pensamientos revolvía en su mente, sin moverse de aquel sitio, cuando se le acercó Aquiles, como si fuese Ares, el impetuoso luchador, con la terrible lanza de fresno del Pelión sobre el hombro derecho y el cuerpo protegido por el bronce, que brillaba como el resplandor del encendido fuego o del sol naciente. Héctor, al verle, se echó estremeció de terror y ya no pudo permanecer allí, sino que dejó las puertas y partió aterrorizado. Pero el hijo de Peleo, confiando en sus pies ligeros, detrás de él. Como en el monte el halcón, que es el ave más veloz, se lanzó con fácil vuelo tras la tímida paloma: ésta huye con tortuosos giros y aquél la sigue de cerca, dando agudos graznidos y acometiéndola repetidas veces, porque su ánimo le incita a prenderla con sus garras: así Aquiles llevado por su ardor volaba adelante en línea recta y Héctor movía las ligeras rodillas huyendo en torno de la muralla de Troya. Corrían alejándose del muro, dejando a sus espaldas la atalaya y el lugar ventoso donde estaba la higuera silvestre, y llegaron a los dos cristalinos manantiales, que son las fuentes del Janto voraginoso. El primero tiene el agua caliente y lo cubre el humo como si hubiera allí un fuego abrasador; el agua que del segundo brota es en el verano como el granizo, la fría nieve o el hielo. Cerca de ambos hay unos lavaderos de piedra, grandes y hermosos, donde las esposas y las bellas hijas de los troyanos solían lavar sus magníficos vestidos en tiempo de paz, antes que llegaran los aqueos. Por allí pasaron, el uno huyendo y el otro persiguiéndole: delante, un valiente huía, pero otro más fuerte le perseguía con ligereza; porque la contienda no era sobre una víctima o una piel de buey, premios que suelen darse a los vencedores en la carrera, sino sobre la vida de Héctor, domador de caballos. Como los solípedos corceles que toman parte en los juegos en honor de un difunto, corren velozmente en torno de la meta donde se ha colocado como premio importante un trípode o una mujer; de semejante modo, aquéllos dieron tres veces la vuelta a la ciudad de Príamo, corriendo con ligera planta. Todas las deidades los contemplaban. Y Zeus, padre de los hombres y de los dioses, comenzó a decir:
—¡Oh dioses! Con mis ojos veo a un querido varón perseguido en torno del muro. Mi corazón se compadece de Héctor que tantos muslos de buey ha quemado en mi obsequio en las cumbres del Ida, en valles abundoso, y en la ciudadela de Troya; y ahora el divino Aquiles le persigue con sus ligeros pies en derredor de la ciudad de Príamo. Pero vamor, deliberad, oh dioses, y decidid si le salvaremos de la muerte o dejaremos que, a pesar de ser valiente, sucumba a manos de Aquiles.
Le respondió Atenea, la diosa de los brillantes ojos:
— ¡Oh padre, que lanzas el ardiente rayo y amontonas las nubes! ¿Qué dijiste? ¿De nuevo quieres librar de la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado condenó a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos.
Contestó Zeus, que amontona las nubes:
—Tranquilízate, Tritogenea , hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero contigo quiero ser complaciente. Obra conforme a tus deseos y no desistas.
Con tales voces lo instigó a cumplir sus deseos, y Atenea bajó en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo.
En tanto, el veloz Aquiles perseguía y acorralaba sin cesar a Héctor. Como el perro va en el monte por valles y cuestas tras el cervatillo que levantó de la cama, y si éste se esconde, asustado, debajo de los arbustos, corre aquél rastreando hasta que nuevamente lo descubre; de la misma manera Aquiles, el de pies ligeros, no perdía de vista a Héctor. Cuantas veces el troyano intentaba encaminarse a las puertas Dardanias, al pie de las torres bien construidas, por si desde arriba le socorrían disparando flechas, otras tantas Aquiles, adelantándosele, le apartaba hacia la llanura, y aquél volaba sin descanso cerca de la ciudad. Como en sueños ni el que persigue puede alcanzar al perseguido, ni éste huir de aquél; de igual manera, ni Aquiles con sus pies podía dar alcance a Héctor, ni Héctor escapar de Aquiles. ¿Y cómo Héctor se hubiera librado entonces de la muerte que le estaba destinada si Apolo, acercándosele por la postrera y última vez, no le hubiese dado fuerzas y agilitado sus piernas?
El divino Aquiles hacía con la cabeza señales negativas a los guerreros, no permitiéndoles disparar amargas flechas contra Héctor: no fuera que alguien alcanzara a herir al caudillo y él llegase el segundo lugar a tal gloria. Pero cuando en la cuarta vuelta llegaron a los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos suertes —la de Aquiles y la de Héctor domador de caballos— para saber a quién estaba reservada la dolorosa muerte; cogió por el medio la balanza, la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor que descendió hasta el Hades. Al instante Febo Apolo desamparó al troyano. Atenea, la diosa de los brillantes ojos se acercó al Pelida, y le dijo estas aladas palabras:
—Ahora es, ¡oh glorioso Aquiles!, querido de Zeus, cuando ambos vamos a llevar hacia las naves de los aqueos una inmensa gloria, pues al volver a las naves habremos muerto a Héctor, aunque sea infatigable en la batalla. Ya no puede escapar de nosotros, por más cosas que haga el flechador Apolo, postrándose a los pies del padre Zeus, que lleva la égida. Párate y respira; e iré a persuadir a Héctor para que luche contigo frente a frente.
Así habló Atenea. Aquiles obedeció, con el corazón alegre, se detuvo en seguida, y apoyándose sobre su lanza de asta de fresno y punta de bronce. La diosa lo dejó y fue a encontrar al divino Héctor. Tomó la figura y la voz incansable de Deífobo, se acercó al héroe y pronunció estas aladas palabras:
—¡Mi buen hermano! Mucho te estrecha el veloz Aquiles, persiguiéndote con ligero pie alrededor de la ciudad de Príamo. Ea, detengámonos y rechacemos su ataque.
Le respondió el gran Héctor de tremolante casco:
—¡Deifobo! Siempre has sido para mí el hermano predilecto entre cuantos somos hijos de Hécuba y de Príamo; pero desde ahora me propongo tenerte en mayor aprecio, porque al verme con tus ojos osaste salir del muro y los demás han permanecido dentro.
Contestó Atenea, la diosa de los brillantes ojos:
—¡Mi buen hermano! El padre, la venerable madre y los amigos abrazaban mis rodillas y me suplicaban que me quedara con ellos —¡de tal modo tiemblan todos!— pero mi ánimo se sentía atormentado por grave pesar. Ahora peleemos con brío y sin dar reposo a la pica, para que veamos si Aquileo nos mata y se lleva nuestros sangrientos despojos a las cóncavas naves o sucumbe vencido por tu lanza.
Así diciendo, Atenea, para engañarle, empezó a caminar. Cuando ambos guerreros se hallaron frente a frente, dijo el gran Héctor:
—No huiré más de ti, oh hijo de Peleo, como hasta ahora. Tres veces di la vuelta, huyendo, en torno de la gran ciudad de Príamo, sin atreverme nunca a esperar tu acometida. Pero ya mi ánimo me impele a afrontarte seguramente te mataré o me matarás. Pongamos a los dioses por testigos, que serán los mejores y los que más cuidarán de que se cumplan nuestros pactos: Yo no te insultaré cruelmente, si Zeus me concede la victoria y logro quitarte la vida; pues tan luego como te haya despojado de las magníficas armas, oh Aquiles, entregaré el cadáver a los aqueos. Obra tú conmigo de la misma manera.
Mirándole con torva faz, respondió Aquiles, el de los pies ligeros:
— ¡Héctor, el más cruel de los guerreros! No me hables de convenios. Como no es posible que haya fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de acuerdo los lobos y los corderos, sino que piensan continuamente en causarse daño unos a otros; tampoco puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos y sacie de sangre a Ares, infatigable combatiente. Revístete de toda clase de valor, porque ahora te es muy preciso obrar como belicoso y esforzado campeón. Ya no te puedes escapar. Palas Atenea te hará sucumbir pronto, herido por mi lanza, y pagarás todos juntos los dolores de mis amigos, a quienes mataste cuando manejabas furiosamente la pica.
Diciendo esto, blandió y arrojó la fornida lanza. El formidable Héctor, al verla venir, se inclinó para evitar el golpe: clavóse aquella en el suelo, y Palas Atenea la arrancó y devolvió a Aquileo, sin que Héctor, pastor de hombres, lo advirtiese. Y Héctor dijo al magnífico Aquiles:
—¡Erraste el golpe, Aquiles, semejante a los diosas! Nada te había revelado Zeus acerca de mi destino como afirmabas: has sido un hábil forjador de engañosas palabras, para que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. Pero no me clavarás la lanza en la espalda, huyendo de ti: atraviésame el pecho cuando animoso y frente a frente te acometa, si un dios te lo permite. Y ahora guárdate de mi broncínea lanza. ¡Ojalá que todo su hierro se escondiera en tu cuerpo! La guerra sería más liviana para los teucros si tú murieses, porque eres su mayor azote.
Así habló; y blandiendo la ingente lanza, despidióla sin errar el tiro; pues dio un bote en el escudo del Pelida. Pero la lanza fue rechazada por la rodela, y Héctor se irritó al ver que aquélla había sido arrojada inútilmente por su brazo; se paró, bajando la cabeza pues no tenía otra lanza de fresno y con recia voz llamó a Deífobo, el de luciente escudo, y le pidió una larga pica. Deífobo ya no estaba cerca de él. Entonces Héctor lo comprendió todo, y exclamo:
—¡Oh! Ya los dioses me llaman a la muerte. Creía que el héroe Deífobo se hallaba conmigo, pero está dentro del muro, y fue Atenea quien me engañó. Cercana tengo la perniciosa muerte, que ni tardará ni puedo evitarla. Así les habrá placido que sea, desde hace tiempo, a Zeus y a su hijo, el Flechador; los cuales, benévolos, me salvaban de los peligros. Se Cumplió mi destino. Pero no quisiera morir cobardemente y sin gloria; sino realizando algo grande que llegara a conocimiento de los venideros.
Dicho esto, desenvainó la aguda espada, grande y fuerte, que llevaba al costado. Y encogiéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura, atravesando las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual manera arremetió Héctor blandiendo la aguda espada. Aquiles le embistió, a su vez, con el corazón rebosante de feroz cólera: defendía su pecho con el magnífico escudo labrado, y movía el luciente casco de cuatro abolladuras, haciendo ondear las bellas y abundantes crines de oro que Hefesto colocara en el penacho. Como el Véspero, que es el lucero más hermoso de cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de estrellas en la obscuridad de la noche; de tal modo brillaba la pica de larga punta que en su diestra blandía Aquiles, mientras pensaba en causar daño al divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo del héroe ofrecería menos resistencia. Este lo tenía protegido por la excelente armadura que quitó a Patroclo después de matarle, y sólo quedaba descubierto el lugar en que las clavículas separan el cuello de los hombros, la garganta, que es el sitio por donde más pronto sale el alma: por allí el divino Aquiles clavó su lanza a Héctor, que ya le atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. Pero no le cortó la traque con la pica de fresno que el bronce hacia ponderosa, para que pudiera hablar algo y responderle. Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquiles se jactó del triunfo, diciendo:
—¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho más fuerte que él, en las naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres.
Con lánguida voz le respondió Héctor:
—Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los míos el cadáver, que lo lleven a mi casa, para que los troyanos y sus esposas lo pongan en la pira.
Mirándole con torva faz, le contestó Aquiles, el de los pies ligeros:
—No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el coraje me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido! Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me den diez o veinte veces el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de oro; ni aun así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña destrozarán tu cuerpo.
Contestó, ya moribundo, Héctor:
— ¡Bien te conozco, y no era posible que te persuadiese, porque tienes en el pecho un corazón de hierro. Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que Paris y Febo Apolo te harán perecer, no obstante tu valor, en las puertas Esceas.
Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven. Y el divino Aquileo le dijo, aunque muerto le viera:
—¡Muere! Y yo perderé la vida cuando Zeus y los demás dioses inmortales dispongan que se cumpla mi destino.
Fuentes:Tales pensamientos revolvía en su mente, sin moverse de aquel sitio, cuando se le acercó Aquiles, como si fuese Ares, el impetuoso luchador, con la terrible lanza de fresno del Pelión sobre el hombro derecho y el cuerpo protegido por el bronce, que brillaba como el resplandor del encendido fuego o del sol naciente. Héctor, al verle, se echó estremeció de terror y ya no pudo permanecer allí, sino que dejó las puertas y partió aterrorizado. Pero el hijo de Peleo, confiando en sus pies ligeros, detrás de él. Como en el monte el halcón, que es el ave más veloz, se lanzó con fácil vuelo tras la tímida paloma: ésta huye con tortuosos giros y aquél la sigue de cerca, dando agudos graznidos y acometiéndola repetidas veces, porque su ánimo le incita a prenderla con sus garras: así Aquiles llevado por su ardor volaba adelante en línea recta y Héctor movía las ligeras rodillas huyendo en torno de la muralla de Troya. Corrían alejándose del muro, dejando a sus espaldas la atalaya y el lugar ventoso donde estaba la higuera silvestre, y llegaron a los dos cristalinos manantiales, que son las fuentes del Janto voraginoso. El primero tiene el agua caliente y lo cubre el humo como si hubiera allí un fuego abrasador; el agua que del segundo brota es en el verano como el granizo, la fría nieve o el hielo. Cerca de ambos hay unos lavaderos de piedra, grandes y hermosos, donde las esposas y las bellas hijas de los troyanos solían lavar sus magníficos vestidos en tiempo de paz, antes que llegaran los aqueos. Por allí pasaron, el uno huyendo y el otro persiguiéndole: delante, un valiente huía, pero otro más fuerte le perseguía con ligereza; porque la contienda no era sobre una víctima o una piel de buey, premios que suelen darse a los vencedores en la carrera, sino sobre la vida de Héctor, domador de caballos. Como los solípedos corceles que toman parte en los juegos en honor de un difunto, corren velozmente en torno de la meta donde se ha colocado como premio importante un trípode o una mujer; de semejante modo, aquéllos dieron tres veces la vuelta a la ciudad de Príamo, corriendo con ligera planta. Todas las deidades los contemplaban. Y Zeus, padre de los hombres y de los dioses, comenzó a decir:
—¡Oh dioses! Con mis ojos veo a un querido varón perseguido en torno del muro. Mi corazón se compadece de Héctor que tantos muslos de buey ha quemado en mi obsequio en las cumbres del Ida, en valles abundoso, y en la ciudadela de Troya; y ahora el divino Aquiles le persigue con sus ligeros pies en derredor de la ciudad de Príamo. Pero vamor, deliberad, oh dioses, y decidid si le salvaremos de la muerte o dejaremos que, a pesar de ser valiente, sucumba a manos de Aquiles.
Le respondió Atenea, la diosa de los brillantes ojos:
— ¡Oh padre, que lanzas el ardiente rayo y amontonas las nubes! ¿Qué dijiste? ¿De nuevo quieres librar de la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado condenó a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos.
Contestó Zeus, que amontona las nubes:
—Tranquilízate, Tritogenea , hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero contigo quiero ser complaciente. Obra conforme a tus deseos y no desistas.
Con tales voces lo instigó a cumplir sus deseos, y Atenea bajó en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo.
En tanto, el veloz Aquiles perseguía y acorralaba sin cesar a Héctor. Como el perro va en el monte por valles y cuestas tras el cervatillo que levantó de la cama, y si éste se esconde, asustado, debajo de los arbustos, corre aquél rastreando hasta que nuevamente lo descubre; de la misma manera Aquiles, el de pies ligeros, no perdía de vista a Héctor. Cuantas veces el troyano intentaba encaminarse a las puertas Dardanias, al pie de las torres bien construidas, por si desde arriba le socorrían disparando flechas, otras tantas Aquiles, adelantándosele, le apartaba hacia la llanura, y aquél volaba sin descanso cerca de la ciudad. Como en sueños ni el que persigue puede alcanzar al perseguido, ni éste huir de aquél; de igual manera, ni Aquiles con sus pies podía dar alcance a Héctor, ni Héctor escapar de Aquiles. ¿Y cómo Héctor se hubiera librado entonces de la muerte que le estaba destinada si Apolo, acercándosele por la postrera y última vez, no le hubiese dado fuerzas y agilitado sus piernas?
El divino Aquiles hacía con la cabeza señales negativas a los guerreros, no permitiéndoles disparar amargas flechas contra Héctor: no fuera que alguien alcanzara a herir al caudillo y él llegase el segundo lugar a tal gloria. Pero cuando en la cuarta vuelta llegaron a los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos suertes —la de Aquiles y la de Héctor domador de caballos— para saber a quién estaba reservada la dolorosa muerte; cogió por el medio la balanza, la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor que descendió hasta el Hades. Al instante Febo Apolo desamparó al troyano. Atenea, la diosa de los brillantes ojos se acercó al Pelida, y le dijo estas aladas palabras:
—Ahora es, ¡oh glorioso Aquiles!, querido de Zeus, cuando ambos vamos a llevar hacia las naves de los aqueos una inmensa gloria, pues al volver a las naves habremos muerto a Héctor, aunque sea infatigable en la batalla. Ya no puede escapar de nosotros, por más cosas que haga el flechador Apolo, postrándose a los pies del padre Zeus, que lleva la égida. Párate y respira; e iré a persuadir a Héctor para que luche contigo frente a frente.
Así habló Atenea. Aquiles obedeció, con el corazón alegre, se detuvo en seguida, y apoyándose sobre su lanza de asta de fresno y punta de bronce. La diosa lo dejó y fue a encontrar al divino Héctor. Tomó la figura y la voz incansable de Deífobo, se acercó al héroe y pronunció estas aladas palabras:
—¡Mi buen hermano! Mucho te estrecha el veloz Aquiles, persiguiéndote con ligero pie alrededor de la ciudad de Príamo. Ea, detengámonos y rechacemos su ataque.
Le respondió el gran Héctor de tremolante casco:
—¡Deifobo! Siempre has sido para mí el hermano predilecto entre cuantos somos hijos de Hécuba y de Príamo; pero desde ahora me propongo tenerte en mayor aprecio, porque al verme con tus ojos osaste salir del muro y los demás han permanecido dentro.
Contestó Atenea, la diosa de los brillantes ojos:
—¡Mi buen hermano! El padre, la venerable madre y los amigos abrazaban mis rodillas y me suplicaban que me quedara con ellos —¡de tal modo tiemblan todos!— pero mi ánimo se sentía atormentado por grave pesar. Ahora peleemos con brío y sin dar reposo a la pica, para que veamos si Aquileo nos mata y se lleva nuestros sangrientos despojos a las cóncavas naves o sucumbe vencido por tu lanza.
Así diciendo, Atenea, para engañarle, empezó a caminar. Cuando ambos guerreros se hallaron frente a frente, dijo el gran Héctor:
—No huiré más de ti, oh hijo de Peleo, como hasta ahora. Tres veces di la vuelta, huyendo, en torno de la gran ciudad de Príamo, sin atreverme nunca a esperar tu acometida. Pero ya mi ánimo me impele a afrontarte seguramente te mataré o me matarás. Pongamos a los dioses por testigos, que serán los mejores y los que más cuidarán de que se cumplan nuestros pactos: Yo no te insultaré cruelmente, si Zeus me concede la victoria y logro quitarte la vida; pues tan luego como te haya despojado de las magníficas armas, oh Aquiles, entregaré el cadáver a los aqueos. Obra tú conmigo de la misma manera.
Mirándole con torva faz, respondió Aquiles, el de los pies ligeros:
— ¡Héctor, el más cruel de los guerreros! No me hables de convenios. Como no es posible que haya fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de acuerdo los lobos y los corderos, sino que piensan continuamente en causarse daño unos a otros; tampoco puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos y sacie de sangre a Ares, infatigable combatiente. Revístete de toda clase de valor, porque ahora te es muy preciso obrar como belicoso y esforzado campeón. Ya no te puedes escapar. Palas Atenea te hará sucumbir pronto, herido por mi lanza, y pagarás todos juntos los dolores de mis amigos, a quienes mataste cuando manejabas furiosamente la pica.
Diciendo esto, blandió y arrojó la fornida lanza. El formidable Héctor, al verla venir, se inclinó para evitar el golpe: clavóse aquella en el suelo, y Palas Atenea la arrancó y devolvió a Aquileo, sin que Héctor, pastor de hombres, lo advirtiese. Y Héctor dijo al magnífico Aquiles:
—¡Erraste el golpe, Aquiles, semejante a los diosas! Nada te había revelado Zeus acerca de mi destino como afirmabas: has sido un hábil forjador de engañosas palabras, para que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. Pero no me clavarás la lanza en la espalda, huyendo de ti: atraviésame el pecho cuando animoso y frente a frente te acometa, si un dios te lo permite. Y ahora guárdate de mi broncínea lanza. ¡Ojalá que todo su hierro se escondiera en tu cuerpo! La guerra sería más liviana para los teucros si tú murieses, porque eres su mayor azote.
Así habló; y blandiendo la ingente lanza, despidióla sin errar el tiro; pues dio un bote en el escudo del Pelida. Pero la lanza fue rechazada por la rodela, y Héctor se irritó al ver que aquélla había sido arrojada inútilmente por su brazo; se paró, bajando la cabeza pues no tenía otra lanza de fresno y con recia voz llamó a Deífobo, el de luciente escudo, y le pidió una larga pica. Deífobo ya no estaba cerca de él. Entonces Héctor lo comprendió todo, y exclamo:
—¡Oh! Ya los dioses me llaman a la muerte. Creía que el héroe Deífobo se hallaba conmigo, pero está dentro del muro, y fue Atenea quien me engañó. Cercana tengo la perniciosa muerte, que ni tardará ni puedo evitarla. Así les habrá placido que sea, desde hace tiempo, a Zeus y a su hijo, el Flechador; los cuales, benévolos, me salvaban de los peligros. Se Cumplió mi destino. Pero no quisiera morir cobardemente y sin gloria; sino realizando algo grande que llegara a conocimiento de los venideros.
Dicho esto, desenvainó la aguda espada, grande y fuerte, que llevaba al costado. Y encogiéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura, atravesando las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual manera arremetió Héctor blandiendo la aguda espada. Aquiles le embistió, a su vez, con el corazón rebosante de feroz cólera: defendía su pecho con el magnífico escudo labrado, y movía el luciente casco de cuatro abolladuras, haciendo ondear las bellas y abundantes crines de oro que Hefesto colocara en el penacho. Como el Véspero, que es el lucero más hermoso de cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de estrellas en la obscuridad de la noche; de tal modo brillaba la pica de larga punta que en su diestra blandía Aquiles, mientras pensaba en causar daño al divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo del héroe ofrecería menos resistencia. Este lo tenía protegido por la excelente armadura que quitó a Patroclo después de matarle, y sólo quedaba descubierto el lugar en que las clavículas separan el cuello de los hombros, la garganta, que es el sitio por donde más pronto sale el alma: por allí el divino Aquiles clavó su lanza a Héctor, que ya le atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. Pero no le cortó la traque con la pica de fresno que el bronce hacia ponderosa, para que pudiera hablar algo y responderle. Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquiles se jactó del triunfo, diciendo:
—¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho más fuerte que él, en las naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres.
Con lánguida voz le respondió Héctor:
—Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los míos el cadáver, que lo lleven a mi casa, para que los troyanos y sus esposas lo pongan en la pira.
Mirándole con torva faz, le contestó Aquiles, el de los pies ligeros:
—No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el coraje me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido! Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me den diez o veinte veces el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de oro; ni aun así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña destrozarán tu cuerpo.
Contestó, ya moribundo, Héctor:
— ¡Bien te conozco, y no era posible que te persuadiese, porque tienes en el pecho un corazón de hierro. Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que Paris y Febo Apolo te harán perecer, no obstante tu valor, en las puertas Esceas.
Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven. Y el divino Aquileo le dijo, aunque muerto le viera:
—¡Muere! Y yo perderé la vida cuando Zeus y los demás dioses inmortales dispongan que se cumpla mi destino.
Homero, (1968), Ilíada (traducción de Luis Segalá y Estalella), tomo I, Losada, Buenos Aires.
http://www.iliada.com.mx/
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